¡Detente, instante cotidiano!

Hay tardes de domingo que huelen a olvido. Se encapotan de abandono gris y terminan anocheciendo en la soledad de quien despide a los invitados con más tristeza que alivio.
Ésta era una de esas tardes, podía adivinarse en el gesto de las paredes de la casa, que nos despedía cuando abandonábamos el pueblo.
Habitualmente decidimos dónde ir pero esta vez, y aunque estaba en nuestros planes visitar el lugar, casi caímos ahí por casualidad.
Nos fuimos acercando con bastante dejadez, como quien lo hace todos los días entre conversaciones banales, bromas y seguramente alguna carcajada.
En cuanto alcanzamos la puerta, nos recibieron viejos recuerdos de aquella morada. Sentimientos de antaño que habían sobrevivido al paso del tiempo sobre la cerámica.


La puerta invitaba a asomarse dentro para echar un vistazo a lo que había dejado de seguir el ritmo de las manecillas.
Un empujón suave y delicado y ahí estaba. El último instante detenido entre una silleta infantil y el reposo de una viga que se había venido abajo.


Pronto nos dimos cuenta de que no era la única, pero la luz apremiaba y las escaleras cantaban como sirenas llamando a sus marineros.


La voz de Ralo sonó en el piso superior para indicarnos que debíamos subir y ver lo que quedaba de aquel edificio al que alguien había dejado de llamar hogar cuando dejó de beberse aquel coñac.


Todavía conservaban la tapicería unas sillas en medio del pasillo, y bañadas por la cálida luz residente a aquellas horas, nos sirvieron como modelos del, seguramente, rincón más acogedor de la casa.



A la izquierda, una salita con acceso al balcón y un dormitorio. Una copa entre las botellas de un improvisado mueble bar, un sillón ajado en una esquina y silencio. Profundo y emotivo silencio.



En el dormitorio anexo nos encontramos la parte que más había sufrido. El suelo se había caído y había arrastrado una de las camas haciendo inviable el acceso al otro lado de la estancia.

Ese derrumbe había dejado aislado así un zapatero, un viejo televisor y una maleta, quién sabe si con la intención abortada de llenarla, sobre la cama.


A este lado, el armario seguía custodiando abrigos y el tocador mantenía el espejo erguido.

Otra cama daba descanso a una vieja muñeca que, en aquel escenario y en el estado en el que se encontraba, nos provocaba cierta sensación escalofriante y tierna a la vez.


Quizás era un juguete demasiado familiar para la gente de nuestras edades y nos evocaba la sensación de que, irremediablemente, acabaremos rendidos a las huellas del tiempo algún día.
De vuelta sobre nuestros pasos, cruzamos el pasillo y accedimos a la cocina.


Sí, esa sensación de quietud, de ojear alrededor casi a cámara lenta...
Sólo podíamos expresar sorpresa ante el escenario que se nos brindaba. Una estampa que los más sofisticados tacharían de vintage. Unas paredes que encerraban un momento cotidiano congelado en el tiempo hasta, al menos, nuestra llegada.
Avanzar por la cocina fue delicado, la mesa parecía recibir invitados a la hora del café.

La nevera todavía conservaba su estructura intacta y algún elemento en sus estantes con fechas de caducidad que no nos atrevimos a revisar por no alterar el escenario.
Caminábamos como astronautas, despacio y con cuidado, cuando accedimos a una parte angosta que nos reveló ser una fregadera.


Pasillo adentro, un dormitorio más, un par de camas con los cabezales de madera intactos. La maleza amenazaba con entrar a la fuerza por la ventana y los armarios se sostenían apenas como briznas de hierba fácilmente desestabilizables por una brisa mínima.


Un comedor, quizás, en el que sería posible sentarse pero no servir la mesa porque ya no estaba. Las sillas permanecían apiladas contra la pared.


Alguien las había recogido y debía ser la única estancia de aquella casa que no mantenía su aspecto original cuando todavía era un hogar. ¿O sí? ¿O tal vez nunca fue un comedor?.


Más adelante aún, nos encontramos un dormitorio más. Un par de camas esperando el inminente derrumbe, la incipiente amenaza que acechaba de ventanas hacia fuera o quién sabe qué. Lo único cierto es que cada día, aquella casita es un poco menos eterna.


No nos sorprendió encontrarnos el cuarto de baño al final del corredor. Y si el  resto estaba apenas intacto de no ser por la erosión lógica del paso del tiempo, aquel baño no era la excepción.
Los peines todavía estaban en su bolsita de tela, la ducha conservaba su cortina y el lavabo la pastilla de jabón. El óxido había ayudado a dar un aspecto sucio a aquella habitación pero conservaba, como el resto, un segundo detenido el algún tiempo ligeramente remoto.


Volvimos al piso de abajo. Apuramos los últimos disparos.





Observamos la vieja puerta de madera desde dentro.


Nos cercioramos de que las imágenes seguían en las tarjetas y salimos de allí con una profunda sensación de realización personal.

Tenemos bastante claro que pocos lugares pueden ofrecernos las emociones de esa casita de pueblo, porque ya se sabe, la vida en la ciudad es más cómoda pero en el pueblo es más contemplativa.

Hay algo de místico en la conexión entre hombre y naturaleza. Aunque, a veces, sea una naturaleza muerta.



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