Detalles, apenas nada.
Son los detalles, apenas nada, los que marcan la diferencia según los entendidos. No vamos a quitarles la razón, al fin y al cabo no es algo que podamos desmentir en esta ocasión, pues los detalles técnicos han retrasado esta subida, los detalles han marcado la salida y, sí, los detalles han devuelto todo a su lugar.
Pero sólo son detalles, apenas nada.
Se nos presentó una proposición con Ralo como mediador para hablar en público en la Asociación Fotográfica Desenfoque de Burlada y es evidente que allí nos presentamos o estas líneas no tendrían sentido.
De nuevo tuvimos la oportunidad de hablar de lo que significa el UrbEx para nosotros como disciplina fotográfica, de dar a conocer un punto de vista que compartimos en el grupo, de hablar abiertamente con quienes, a pesar de no practicarlo habitualmente hasta entonces, entienden nuestra forma de fotografiar el mundo.
No disponíamos de mucho tiempo pero fue suficiente para convocar cámaras y programar una salida grupal con el chip de la exploración despierto tras compartir opiniones y experiencias.
En el punto de encuentro, temprano, nos dimos cuenta de que la meteorología no nos iba a acompañar al cien por cien, pero las gotas que caían no nos iban a hacer desistir. Poco a poco nos fuimos reuniendo y entre los saludos de cortesía, los "te vi en la charla" y los "pues parece que va a llover" terminamos por arrancar el convoy hacia la primera ubicación.
Una vieja casa abandonada sobre la que el tiempo ha dejado su huella visiblemente.
Los miembros de NafarUrbex ya habíamos estado allí, como cabría esperar, pues no nos parece demasiado conveniente acometer una exploración tan numerosa sin previo reconocimiento del lugar. Habíamos convenido llamar a esta salida "¡Detente, instante cotidiano!" casi a modo de ruego, pero parece que nadie nos había oído.
Sí, las cazuelas seguían en la cocina, el menaje en el mismo lugar y las ventanas no habían ejercido desde nuestra última visita.
Pero irremediablemente, una de las habitaciones del piso superior se había venido abajo sobre lo que parecían los viejos corrales.
Bajo las vigas cedidas quedaban los pocos enseres que habíamos podido fotografiar anteriormente, lo que nos convierte como en tantas ocasiones en una suerte de cronistas de la decadencia.
Parecía, sin embargo, que el pasillo resistía inamovible el cambio como si un coloso guerrero del pasado se hubiese apoderado de la esencia del corredor.
Casi no pudimos apreciar más cambios estructurales, pero sobrevendrían sin ningún tipo de duda a pesar de que el edificio se mantenía dolorosamente firme.
Recorrimos la planta superior de dos en dos, tres a lo sumo, por el estado del viejo piso de madera. Flashes y focos volvían a dar vida a aquellas estancias y de nuevo el tocador volvió a vestirse de luz artificial, atesorando esos milisegundos de flash en su entero espejo.
De nuevo las bombillas alumbraban la cocina, daban color a los rincones más oscuros y brillo a los viejos azulejos blancos que, no por sucios, eran menos hermosos en un cuarto de baño sorprendentemente íntegro.
La planta baja, se llenaba de voces otra vez, en las despensas volvían a distinguirse aromas que rezumaban entre la humedad y el polvo.
Las sillas volvían a ofrecer aposento, las camas descanso, las escaleras se deleitaban bajo el paso del visitante y las cortinas brindaban un espectáculo de luz difusa en conjunción con sus compañeras acristaladas las ventanas.
La puerta quisiera cerrarse con todos dentro para atesorar entre esas paredes el instante de vida que, como antaño, tenía la casa esa mañana.
Pero fue desde fuera desde donde tuvimos que cerrar para mantener, de alguna forma, el respeto a aquel lugar. Recogimos los equipos y nos fuimos con la satisfacción de que otra vez, aquella casa, nos había ofrecido lo mejor de sí misma bajo el manto de desolación que el tiempo cierne sobre ella día tras día irremediablemente.
Partimos hacia una ubicación diferente y enseguida vislumbramos a lo lejos el característico campanario de aquel templo entre ruinas y carroña, pues el pueblo estaba deshabitado y apenas quedaban paredes en pie en la mayoría de sus callejuelas y una explotación ganadera nutría de malavenidas piezas un muladar cercano.
Empujamos la puerta con la sensación creciente de empaparse de decadente belleza y ¡vaya si había decaído desde la última vez!
Restos de cristales atestiguaban los botellones celebrados en aquella iglesia. Basura y tristeza es todo lo que habían dejado los últimos visitantes, pero habíamos venido a fotografiar la localización que nos ocupaba y así lo hicimos.
Aprovechamos los hermosos recovecos que todavía quedaban fuera de alcance para ser vandalizados, retratamos la estructura clásica y tradicional de sus arcos, de su altar venido a menos, de su coro...
Y de pronto, entre las furtivas y fugaces luces que daban forma a nuestros disparos, uno de los confesionarios parecía pedir auxilio a gritos. Algún desalmado lo había destrozado literalmente sin ser consciente de la joya de carpintería que era. Lo llenamos de luz nuevamente y expiamos los pecados de los que había sido testigo.
Apenas quedaba un rastro difuso e irreconocible de la figura que presidía el altar, apenas quedaba nada entre esas centenarias piedras que habían vibrado al tañer viejas campanas. Apenas nada del sentimiento embriagador de la primera visita. Y apenas quedan palabras para explicar el sentimiento que nos conquistó al entrar esta última vez, pero todo son detalles, apenas nada.
Pero sólo son detalles, apenas nada.
Se nos presentó una proposición con Ralo como mediador para hablar en público en la Asociación Fotográfica Desenfoque de Burlada y es evidente que allí nos presentamos o estas líneas no tendrían sentido.
De nuevo tuvimos la oportunidad de hablar de lo que significa el UrbEx para nosotros como disciplina fotográfica, de dar a conocer un punto de vista que compartimos en el grupo, de hablar abiertamente con quienes, a pesar de no practicarlo habitualmente hasta entonces, entienden nuestra forma de fotografiar el mundo.
No disponíamos de mucho tiempo pero fue suficiente para convocar cámaras y programar una salida grupal con el chip de la exploración despierto tras compartir opiniones y experiencias.
En el punto de encuentro, temprano, nos dimos cuenta de que la meteorología no nos iba a acompañar al cien por cien, pero las gotas que caían no nos iban a hacer desistir. Poco a poco nos fuimos reuniendo y entre los saludos de cortesía, los "te vi en la charla" y los "pues parece que va a llover" terminamos por arrancar el convoy hacia la primera ubicación.
Una vieja casa abandonada sobre la que el tiempo ha dejado su huella visiblemente.
Los miembros de NafarUrbex ya habíamos estado allí, como cabría esperar, pues no nos parece demasiado conveniente acometer una exploración tan numerosa sin previo reconocimiento del lugar. Habíamos convenido llamar a esta salida "¡Detente, instante cotidiano!" casi a modo de ruego, pero parece que nadie nos había oído.
Sí, las cazuelas seguían en la cocina, el menaje en el mismo lugar y las ventanas no habían ejercido desde nuestra última visita.
Bajo las vigas cedidas quedaban los pocos enseres que habíamos podido fotografiar anteriormente, lo que nos convierte como en tantas ocasiones en una suerte de cronistas de la decadencia.
Parecía, sin embargo, que el pasillo resistía inamovible el cambio como si un coloso guerrero del pasado se hubiese apoderado de la esencia del corredor.
Casi no pudimos apreciar más cambios estructurales, pero sobrevendrían sin ningún tipo de duda a pesar de que el edificio se mantenía dolorosamente firme.
Recorrimos la planta superior de dos en dos, tres a lo sumo, por el estado del viejo piso de madera. Flashes y focos volvían a dar vida a aquellas estancias y de nuevo el tocador volvió a vestirse de luz artificial, atesorando esos milisegundos de flash en su entero espejo.
De nuevo las bombillas alumbraban la cocina, daban color a los rincones más oscuros y brillo a los viejos azulejos blancos que, no por sucios, eran menos hermosos en un cuarto de baño sorprendentemente íntegro.
La planta baja, se llenaba de voces otra vez, en las despensas volvían a distinguirse aromas que rezumaban entre la humedad y el polvo.
Las sillas volvían a ofrecer aposento, las camas descanso, las escaleras se deleitaban bajo el paso del visitante y las cortinas brindaban un espectáculo de luz difusa en conjunción con sus compañeras acristaladas las ventanas.
La puerta quisiera cerrarse con todos dentro para atesorar entre esas paredes el instante de vida que, como antaño, tenía la casa esa mañana.
Pero fue desde fuera desde donde tuvimos que cerrar para mantener, de alguna forma, el respeto a aquel lugar. Recogimos los equipos y nos fuimos con la satisfacción de que otra vez, aquella casa, nos había ofrecido lo mejor de sí misma bajo el manto de desolación que el tiempo cierne sobre ella día tras día irremediablemente.
Partimos hacia una ubicación diferente y enseguida vislumbramos a lo lejos el característico campanario de aquel templo entre ruinas y carroña, pues el pueblo estaba deshabitado y apenas quedaban paredes en pie en la mayoría de sus callejuelas y una explotación ganadera nutría de malavenidas piezas un muladar cercano.
Empujamos la puerta con la sensación creciente de empaparse de decadente belleza y ¡vaya si había decaído desde la última vez!
Restos de cristales atestiguaban los botellones celebrados en aquella iglesia. Basura y tristeza es todo lo que habían dejado los últimos visitantes, pero habíamos venido a fotografiar la localización que nos ocupaba y así lo hicimos.
Aprovechamos los hermosos recovecos que todavía quedaban fuera de alcance para ser vandalizados, retratamos la estructura clásica y tradicional de sus arcos, de su altar venido a menos, de su coro...
Y de pronto, entre las furtivas y fugaces luces que daban forma a nuestros disparos, uno de los confesionarios parecía pedir auxilio a gritos. Algún desalmado lo había destrozado literalmente sin ser consciente de la joya de carpintería que era. Lo llenamos de luz nuevamente y expiamos los pecados de los que había sido testigo.
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